miércoles, 6 de diciembre de 2006

Koyaanisqatsi, una vida que clama por otra manera de vivir

¿Has nacido tú el primero de los hombres?

¿Se te dio luz antes que a las colinas?

¿Escuchas acaso los secretos de Dios?

¿Acaparas la sabiduría?

Job 15,7-8

En nuestro mundo lo "original" es la proliferación de lo estandarizado.

Godfrey Reggio

Se cuenta en Occidente que el hombre nació de Adama (“Tierra”) y que, por eso, se llamó a sí mismo “Adán”, reconociendo su origen. En algunos mitos hebreos, se menciona que Dios mandó a sus ángeles al ombligo del mundo y a los cuatro puntos cardinales a recoger el polvo para crear al hombre. Sin embargo, la Tierra se negó, porque sabía que por culpa del hombre sería maldita. Fue el momento en el que Dios decidió extender su mano para tomar Él mismo los elementos para crear a Adán. Terminada la creación de Adán, todos los seres vivientes se acercaron a él, con temor, confundiéndolo con su creador. El hombre los nombró a todos compitiendo con el mismo Lucifer y así logró tener el mandato sobre todas las criaturas.

Claro que esta historia no fue contada por un caballo o una cochinilla y, por supuesto, no termina ahí. La serpiente, un animalito tan curioso, lo hizo dudar y Adán sucumbió. Dios redujo su tamaño más de mil veces. El hombre olvidó su nombre y con él su origen, se nombró “ser político” y después “ser racional” y “homo sapiens sapiens”. Cambió a la Tierra por la sociedad humana y, a continuación, por su razón. Construyó máquinas fantásticas y manuales de buenas costumbres. Diseñó tenedores para ensalada y resorte para calzoncillos. Inventó los fuegos artificiales y las armas y con este nuevo cuerpo que se construyó para remplazar el que Dios le había reducido, se convirtió en siervo de la muerte y destruyó todo lo a que su nuevo “origen”, la razón, le resultara ajeno y extraño.

La ilusión se apoderó de él, y en sus ojos y oídos se derramó brea. Acabó con muchas de las criaturas a las que había nombrado y convenció a los pocos hijos de la Tierra que quedaban de ser unos primitivos. Los hizo vivir en la razón y los condenó a la miseria y al hambre cuando los alejó de su modo de vivir. Inventó el derecho, la propiedad y los juzgados y entronó a sus más interesantes elementos como gobernantes y estrellas de cine. Inventó el dinero y vendió su alma. El hombre (y la mujer, para las orgullosas feministas) se convirtió en su propio admirador. Creó el concreto, el acero y los multifamiliares, remplazó las praderas por campos de futbol y los lagos por albercas con calefactor (e instructor de natación). Construyó su mundo, a imagen y semejanza, y como vio que era racional, lo bendijo y dijo: sean el hambre, la peste, la guerra y la muerte, y como vio que eran racionales, las bendijo y les dijo, sean fecundas y multiplíquense.

En este simulacro de mundo en el que vivimos, ¿acaso la naturaleza ha dejado de existir? ¿Es el turismo nuestro único modo de acercarnos al origen? ¿Vamos por buen camino? ¿Las ciencias nos llevarán infaliblemente al progreso y al bienestar? ¿Hay todavía un regreso? La naturaleza es el camino, la ciencia nos ha demostrado una y otra vez que sus caminos están incompletos y que es en el mundo natural donde ocurre todo sin un guión preestablecido, donde el azar y el movimiento reinan y la multiplicación de la vida ocurre. La naturaleza no es fordiana, no hay dos pétalos iguales como en el simulacro humano en el que las cosas más “alternativas” están hechas para millones de personas. Hay quienes creen que este mundo, cuya superficie está conformada en 75% por agua, fue hecho para el hombre, que carece de branquias. ¿Por qué seguimos pensando que somos la culminación de la creación?

Koyaanisqatsi es una palabra de la lengua hopi, y puede significar vida loca, vida en tumulto, vida en desintegración, vida desequilibrada, o simplemente una vida que clama por otra manera de vivir. Todas estas acepciones parecen la descripción de la vida moderna. El ritmo desenfrenado de nuestras sociedades, las multitudes carentes de convivencia, la desintegración de las familias y la polarización de las sociedades junto al desequilibrio ambiental que nuestras acciones irresponsables causan nos han llevado a un punto critico, el último retorno en el camino de la destrucción humana, o, como el pueblo hopi le llama, la depuración de la vida en la Tierra.

Los indios hopis, que acuñaron el término Koyaanisqatsi, han profetizado dos eventos, después de los cuales habría tiempo para corregir el rumbo y volver a las leyes de la Tierra, las dos últimas señales. El primero de ellos sería el hambre en los pueblos que el hombre considera primitivos, a los que obligó a alejarse de la naturaleza para “progresar”; el segundo, sería el agujero en la capa de ozono y las inundaciones. Este es el punto crítico, si no reconvenimos, no habría retorno, sólo la gradual desaparición de los recursos, y la guerra por los restantes, que causaría el fin de la humanidad. ¿Por qué valorar una profecía? Porque representa los temores de un pueblo ajeno al simulacro de mundo occidental, del “american way of life”, porque representa las voces de todos aquellos que no viven en ese mundo artificial, y que no quieren ver como la destrucción del mundo los alcanza.

Hemos dado la espalda a la naturaleza, rompiendo el débil equilibrio entre todos los sistemas interconectados en ella. La vida en la Tierra es un milagro y, hasta donde sabemos, es irrepetible. Se conocen cientos de sistemas estelares y ninguno tiene un planeta que reúna las características para alojar al ser humano o a la cucaracha. ¿Acaso la máquina de vapor nos ha hecho más felices o la Revolución Verde ha desaparecido el hambre del mundo? Cada reemplazo de tecnología obsoleta, en esta vida loca, supone el deshecho de toneladas de basura. El monstruo hambriento de millones de bocas se acaba, bocado a bocado, a la Tierra. La humanidad mata a de hambre a sus nietos para alimentar a sus hijos.

La distancia entre el monstruo humano y los lugares de producción de sus provisiones es uno de los mayores causantes del mito de la abundancia, y también de la idea de progreso. El que come carne hoy, probablemente sólo haya visto una vaca mientras conduce por una autopista; el que utiliza el televisor y el radio al mismo tiempo o no desconecta sus aparatos al salir de casa, no conoce el verdadero costo de producir la electricidad. El que limpia su coche a manguerazos seguramente no conoce a las mujeres del Cutzamala que vieron como su río era entubado para satisfacer al monstruo convertido en metrópoli.

La vida en la ciudad moderna, cuando es exaltada, recibe el trato de una jaula de oro. Aparece ante los ojos de sus defensores como una vida hermosa, fuera de la cuál no hay nada que ver; una extraordinaria existencia llena de comodidades, libertad y anonimato, incluyente y permisiva a la vez. Donde podemos construir nuestras identidades, amar intensamente y disfrutar el arte globalizado. Suena hermoso, pero una jaula, es una jaula. Y los barrotes de ésta son cadenas de montaje: líneas de producción de originalidad, de libertad y de amor. La ciudad moderna, y su máxima expresión, la ciudad global, es la principal productora de recetas de todo tipo. Existen recetas para caminar, para degustar la comida, para vestir, para bailar, para parecer anómico, para aparentar que no se sigue ninguna receta, en fin, la vida moderna nos proporciona recetas hasta para amar. Estas recetas se producen al por mayor, así, no es difícil encontrarnos en la calle con personas cuya máxima originalidad consiste en parecerse sólo a cinco mil personas. ¿Escapar? Claro que no, porque una vida así es una jaula, y escapar aparenta ser la muerte. Amar al simulacro es no querer destruirlo.

Cuando permanecer en el simulacro de la razón acelerando la destrucción del medio ambiente, y abandonarlo para tratar de revertir los efectos de nuestra irresponsabilidad son las opciones entre las que debemos elegir, la decisión se hace más sencilla. Sin embargo, para tomar esta decisión requerimos aceptar que es una medida urgente y que cada día que pasa es un día que dejamos que el problema se acentúe y que nos acercamos al punto de no retorno. La tecnología debe de servir para corregir sus errores, la política para aceptar sus limitaciones y la sociedad para movilizarse en un esfuerzo sin precedentes contra nuestra autodestrucción.

Nadie propone abandonar la tecnología. El problema no está en que usamos la tecnología, sino en que vivimos la tecnología. La tecnología se ha vuelto poco a poco el aire que respiramos, la pradera en la que corremos, el amor en el que amamos, la comida que nos alimenta, el arte que nos inspira, la información que nos confunde y el sentido de toda nuestra vida. Ya no vivimos la naturaleza, ni siquiera vivimos en la naturaleza, vivimos sobre ella, fuera de ella, negándola a cada segundo, incluso, muchos de nosotros seríamos incapaces de sobrevivir en la naturaleza una temporada, jamás desocultaríamos el secreto de la vida que se esconde en ella.

Lo que propongo es lo siguiente:

Una campaña urgente de concienciación, utilizando las tecnologías de información, sobre el apremio de enfrentar con gran brío la que podría ser la última lucha de la humanidad: Cada vez es más sencillo hacer que una idea circule por todo el mundo por Internet y que se alimente con las opiniones de personas que enfrentan retos locales y que tienen por ello una perspectiva distinta.

El acercamiento de la sociedad a los medios de producción y la descentralización de los medios urbanos: Conocer el proceso de producción de nuestras provisiones y estar relacionado directamente con él nos sensibilizará contra su desperdicio. El que ha engordado a la vaca, no desperdiciará una parte de ella por considerarla inútil.

El rechazo a las líneas de producción, que deberá estar unido al desarrollo de herramientas adecuadas para que el hombre explote su creatividad en los procesos productivos con los que estará más relacionado: La ley de la tierra es la multiplicación de la diferencia; la ley de la producción humana deberá tomarla como ejemplo.

El establecimiento de redes de acción que compartan experiencias y denuncias sobre problemas locales y se fortalezcan para presionar a los gobiernos que no se solidaricen con la supervivencia de la humanidad: Muchos movimientos sociales han triunfado porque se han visto respaldados por la fraternidad y la acción de grupos e individuos afines alrededor del mundo.

Escuchar las opiniones de los pueblos “primitivos”, sin sentir por ellos el afecto por el buen salvaje ni el deseo de regresar a Adán. No más vitrinas para que los pueblos de la Tierra sean atracciones turísticas: El mito y la profecía son símbolos de pensamientos reales, de una verdadera crítica y deben ser valorados en su justa medida.

El despertar de la conciencia planetaria: Compartimos este mundo con millones de especies que merecen ser valoradas no por su utilidad para el hombre sino por su inconmensurable valor para el equilibrio ambiental.

El despertar de la conciencia social: Si el hombre se ha llamado en el pasado “ser político” es momento de demostrarlo, toda desigualdad social fomenta el aprovechamiento absurdo de los recursos naturales y el consumismo. Brasil, México y China han degradado su ambiente a la par que han hecho más profundas sus desigualdades económicas. Los habitantes de las regiones pobres, con alta biodiversidad, venden los productos estimados en el mundo por su rareza (aves exóticas, pieles de felinos, etc.) y los habitantes de clases medias y altas se entregan a un frenesí de occidentalización, adquiriendo todos los productos del “american way of life”.

El despertar de la conciencia individual. El hombre, que puede llenar el cuerpo que la tecnología nos ha aumentado con un “alma” sabia, podrá utilizarla para bien de la vida.

El desarrollo de tecnologías útiles para el hombre, que remplacen los combustibles fósiles y aprovechen las fuentes renovables de energía. El cese de toda prueba nuclear es imperativo.

Si no cambiamos el rumbo de la humanidad, si por egoístas o cobardes pensamos que nada puede ser cambiado, que nuestras pequeñas acciones no pueden hacer una gran diferencia, entonces todos perdemos mucho más de lo que imaginamos. Puede que parezca una utopía salvarnos del desequilibrio ambiental siguiendo estos consejos, pero me parece más ingenuo pretender sobrevivir en este ritmo de vida, que clama a oídos sordos por una nueva manera de vivir.

Christian Pichardo