lunes, 10 de septiembre de 2012

La inexplicable enfermedad de N.

N. se despertó a la hora acostumbrada. Aún faltaban un par de minutos para que la alarma del teléfono se activara , pero un rayo del sol matutino ya se colaba entre las cortinas iluminando justamente su cara. Tras algunos movimientos para estirarse, N. tendió la cama y sacudió las almohadas. Caminó hacia la cocina donde se encontraba el calentador de agua y se dio cuenta de que se había calzado las sandalias. Volvió al dormitorio por ellas y entró a la cocina. El encendedor de antorcha no tenía más gas, por lo que tuvo que echar mano de una cerilla y una servilleta para accionar el calentador para la regadera. Limpió la ceniza que había caído al suelo y se encaminó al baño.

Una vez en el baño, N. abrió la llave del agua caliente y dejó que cayera sobre una cubeta y volvió al dormitorio, seleccionó la ropa que usaría ese sábado y se desnudó. Sacó del armario una toalla y entró a la ducha, el agua estaba en su punto y no se había derramado de la cubeta. Se duchó cuidadosamente tratando de hacer desaparecer por completo un extraño olor a jengibre de sus cabellos y de su torso. Cuando lo logró, salió de la ducha, se secó y volvió al dormitorio, donde se vistió con lo que había escogido. Dejó la toalla en el balcón para que se secara y tomó la maleta que había preparado la noche anterior cuando volvió a casa. Dejó el dormitorio y el baño listos para volverse a usar. Apagó el calentador y salió de casa con la maleta.

En la maleta llevaba lo usual para sus sábados acostumbrados: un lector de libros electrónicos, su computadora personal, una botella de acero para llenarla de agua más tarde y un diccionario. Compró un café y un croissant con jamón y queso en la cafetería cercana a la estación de autobuses y leyó por encima del hombre el periódico de un hombre en una mesa vecina. La televisión matutina daba un programa de concursos. Aún era muy temprano y el café se encontraba bastante vacío. Algunos trabajadores no llegaban aún. N. había identificado ya a los que acostumbraban llegar tarde y a los que se aparecían aún con los estragos de la noche de viernes.

Terminó el croissant y pidió que le limpiaran la mesa. El café seguía intacto, aún estaba muy caliente para el gusto de N. Sacó la computadora y después abrió el diccionario en una página al azar. Con el dedo seleccionó una palabra al azar, la elegida fue "laringitis". N. tenía que iniciar su cuento para la revista en la que trabajaba antes de la noche del domingo y trataría sobre la laringitis. Por más que pensara, todo lo llevaba a la navidad. La laringitis no parecía un tema del que pudiera sacar una buena historia, pero siempre había seguido este método y a sus lectores les encantaba su diversidad de temas. Dio un sorbo al café y dejó la vista perdida en el periódico. De repente, la historia de completó en su cabeza y encendió la computadora.

No abrió el procesador de textos hasta estar seguro de cómo iniciaría su cuento. Escribió la primera línea y antes de iniciar la segunda volvió a pensar en navidades e infecciones. Simplemente no podía avanzar. Reescribió la primera línea y comenzó a sudar. Su sudor olía a jengibre. Pensó en la noche pasada. Quería escribir sobre eso, pero tenía la impresión de haber vivido todo a través de un cristal húmedo. Volvió a la laringitis. No hubo éxito.

Después de una hora y media su mano izquierda comenzó a buscar el diccionario en la maleta. Su mano derecha descansaba sobre el teclado como si no se enterara de lo que ocurría. Volvió a fijar la mirada en la pantalla y tomó conciencia del diccionario en su mano. Lo sacó y buscó otra palabra al azar esperando que el resultado fuera diferente, pero sólo hubo un desfile de primeras oraciones acerca de "final", "valle", "sillón" y "hundir".

Había una anciana en la mesa contigua y N. entabló una conversación con ella y le comenzó a contar una de las historias que había pensado. Comenzó mejor que cuando intentaba escribirlas, pero cuando le llegaba el olor a jengibre sus palabras parecían confundirse y sus historias a perder sentido. Confesó a la señora que no sabía cómo continuarlas y volvió a sus pensamientos frente al monitor. Trató de no pensar en lo que parecía gritarse desde su interior, pero . N. fue aceptando paulatinamente que había perdido la capacidad para contar historias y creía entender por qué...

viernes, 1 de mayo de 2009

Mahimata

Mahimata es una historia vieja para los astrofísicos, sin embargo, no siempre fue así. La evidencia de que era un exoplaneta habitado era incontrovertible, sin embargo, los astrobiólogos aseguraban que estaba ya lejos de la ventana de contacto y que, por lo tanto, no habría nada que pudiéramos hacer para comunicarnos con ellos; después de varios intentos sin éxito, se había comprendido que llegaba un punto en las civilizaciones en las que su biósfera era sustituida por una tecnósfera o la devastación de los recursos naturales los hacía extinguirse. La primera expedición hacia el planeta les dio la razón.


El crucero estelar dispuesto a establecer contacto con los Mahimatianos era único en su tipo, pues podía aumentar su velocidad poco a poco, pero de manera sostenida hasta alcanzar, en un corto tiempo, para los estándares de la época, una aceleración asintótica a la de la luz. Además, se contaba con que, a pocos años luz de Mahimata, se encontraba un hoyo negro en el que, si el crucero podía ubicarse en el borde de gravedad, le ayudaría a regresar a la Tierra tan sólo siete años terrestres después de haber despegado.

Así, el crucero Rama viajó hasta las cercanías del sistema en el que se encontraba Mahimata. Lo que los sorprendió fue lo errados que se encontraban los satélites que monitoreaban esta parte del universo y lo similares que eran el Sistema Solar, y en el que giraba Mahimata. Al aproximarse al planeta, su asombro fue tal que muchos de los tripulantes estaban convencidos de haberse salido de la elíptica y no haber salido nunca de la Tierra. Los dos planetas eran idénticos vistos desde media unidad astronómica.

Sin embargo, los exploradores que el Rama envió para tomar mediciones más precisas de la actividad viviente y de las construcciones de sus civilizaciones mostraron las diferencias entre los dos planetas. Mahimata había sufrido un invierno nuclear en algún periodo de su historia, y después de eso, parecía que la vida había recobrado poco a poco todo el planeta; a las imponentes mega ciudades que poblaban la Tierra, Mahimata les oponía verdes bosques de árboles de alturas jamás vistas por la tripulación.

Pasaron los siete días que el protocolo de contacto exigía para determinar si un planeta albergaba vida, y no había ocurrido nada en la superficie que los alentara. Los sensores térmicos sólo eran alterados por las tormentas que azotaban la superficie. Fue cuando el capitán recordó que mientras estuvo en la Academia, escuchó al Jefe de la base decirles que si querían ser pioneros, debieron ser oceanógrafos, pues se sabía más del espacio exterior que del fondo del mar. Con esa idea en mente, decidió formar una pequeña expedición para descender al planeta.

La expedición tenía sistemas rudimentarios para realizar su trabajo. Utilizaron un improvisado submarino hecho de nanofibras y un radar sonoro y térmico para fortalecer las lecturas que el casco del submarino registraba. El capitán, ansioso por conocer los resultados, tenía siempre al alcance los monitores de las actividades de la expedición. El protocolo consideraba tres días de extensión en la investigación si se tenía sospecha de que el contacto podría realizarse. El capitán sólo tenía una corazonada, y le iba la carrera en ella, así que suspiró de alivio cuando, en el tercer día, la expedición dio un resultado que solucionaba muchas preguntas, que tuvieron veloces reemplazos, las ciudades eran inmensas fortalezas submarinas.

Sin el efecto aislante que el océano les brindaba a las ciudades submarinas de Mahimata, una segunda expedición pudo obtener lecturas térmicas de las actividades realizadas en su interior. El capitán decidió que las maniobras de contacto deberían iniciarse: se probó con todo. Desde señales luminosas a microondas. Incluso se simuló un ataque contra las fortalezas acuáticas que parecían no inmutarse. Los medidores de actividad seguían teniendo un curso normal: no era que no hubiera nadie en el planeta; era que nadie se preocupaba por el mundo exterior.

Después de terribles experiencias, el protocolo exigía la terminación de las acciones de contacto después de probarlas todas meticulosamente y de darle un tiempo de respuesta a las civilizaciones para responder. El tiempo pasó y la operación se convirtió en un fracaso para algunos miembros de la tripulación. Sin embargo, el capitán estaba dispuesto a sacar algo bueno de ella, y ordenó a sus hombres a realizar un reconocimiento visual de la superficie del planeta.

Uno de los pilotos de las naves de reconocimiento era famoso por sus interpretaciones místicas de los fenómenos que ocurrían durante el viaje, y decidió que en lugar de verificar toda el área que tenía encomendada, se basaría en los mapas de la Tierra para saber por dónde buscar. Pensaba que si había lugares naturales para establecerse en uno de los planetas, el otro debería emularlo en por lo menos un caso. Así, descubrió poco a poco, bajo los bosques y las selvas, emplazamientos donde en la Tierra estaban Tokio, Yokohama, Osaka, Kobe, Nagoya, Sapporo, en todas esas regiones había ruinas que la naturaleza había reclamado para ella.

Cuando compartió sus descubrimientos con el resto del escuadrón, rápidamente fueron identificados las mayores ciudades del planeta Tierra. Los ingenieros astronómicos trabajaron durante toda una semana frente al ordenador para descubrir lo que el sentido común le decía a toda la tripulación desde el regreso de las naves de reconocimiento: Mahimata era el futuro de la Tierra, después de la especie humana haya cerrado su ventana de contacto y dejara de observar a las señales más allá de la tecnósfera que la rodeaba ahora.

Por supuesto que el protocolo no decía nada acerca de esto. La curvatura del espacio-tiempo les había jugado una mala pasada y por eso se trató de minimizar el impacto científico de haber logrado viajar a un futuro y de regreso aunque sea de forma accidental y sin siquiera poder determinar cuántos años hacia adelante habían avanzado. El capitán recibió una medalla y los astrobiólogos, el beneficio de que un panel conformado por expertos pudiera detener cualquier expedición de la agencia.


viernes, 6 de febrero de 2009

Foto


cursi

Me mudé

Mi blog http://gato-negro.spaces.live.com se muda a esta nueva dirección. He seleccionado algunas entradas para poblar este nuevo blog.

lunes, 21 de enero de 2008

Pastel de durazno

Esto de los "ergos" siempre se me ha dificultado. Cuando era chiquillo cada vez que cumplía años les pesaba a mis padres el ergo de hacerme una fiesta de cumpleaños de la que seguramente tendría muchos recuerdos cuando fuera grande. Claro que los tengo: buenos, malos y de esos que hacen un chirrido si les unes los cables. El más indeleble de los recuerdos tiene que ver con escoger los pasteles. Siempre tenían mucho merengue y en ocasiones llegaban a excesos ridículos como representar una cancha de soccer con todo y jugadores. El resultado de esos derroches de creatividad repostera era más que nada desagradable. No recuerdo a alguién (sin obesidad) que se comiera de buen modo el betún verde o rojo que algunos pasteles tenían.

Sin embargo, no se debe juzgar sólo el exterior de las cosas; el interior de los pasteles de aquellos tiempos era también desastroso. Los rellenos de los pasteles de mi memoria podrían competir en alguna feria de lo extraño, pues todos tenían por lo menos un sabor irreconocible, al que podemos llamar "el factor sorpresa" de todo pastel de fiesta. Desde mermeladas de "parece piña" hasta la astucia de un repostero que pensó que kiwis y uvas eran una combinación ganadora, sólo hay un relleno que recuerdo con agrado: el durazno.

Ayer partí mi pastel de cumpleaños y como tuve poco poder de decisión sobre la comida, elegí comprar pastel de tres leches de durazno. Estaba helado y riquísimo. Aún queda buena parte, creo que no sobrevivirá hoy.

Christian Pichardo
21 de enero de 2008

lunes, 17 de diciembre de 2007

Sacapuntas

A veces te pensaba como una de esas niñas que jugaban a formar figuras con la basura del sacapuntas. No podía evitar sentir lástima y alegría por la madera de los lápices. Creía que para el grafito, su amarilla armadura, era sólo una cubierta que se tiene que ir para que pueda usarse. Cuando te lo comenté, ocurrió lo mismo de siempre: una palmadita y un abrazo (creo que algún día me voy a cansar de que me trates como a un cachorrito) y te solidarizaste con el grafito. Según tú, era un pacto firmado desde la misma creación del lápiz: la madera lo cubriría y el grafito sacrificaría una parte de su ser cada vez que se desprendiera de un poco de madera.
Salimos a cenar con Natalia y le contaste. Esa mujer todo lo convierte en lucha de géneros y con su agudeza de armadillo, pensó que yo era un macho encubierto, y que me sentía tu inútil protector esclavizado. Le dijiste que a veces los hombres dicen sólo lo que dicen y nada más, pero la duda se te sembró. Esa noche, esa mujer tan sola y amargada colocó los primeros polvos de pólvora de lo que vino después...



sábado, 1 de diciembre de 2007

Síndrome de Otto

Es bueno que las vidas tengas círculos, lo malo es que la mía tiene curvas no cerradas y no simples. Mi presente y futuro se intersectan con mi pasado en los puntos en los que siempre tengo que llegar tarde. Nací un día después de lo que lo debí hacer y jamás he logrado recuperar ese día perdido: En los ascensores, llego cuando se acaba de cerrar la puerta; encuentro a las personas que quisiera encontrar dos meses después de olvidar por qué las buscaba; amo cuando me han dejado de amar y descubro, de cuando en vez, que me he comido algo días después de caducar.

El resultado es una personalidad pusilánime bautizada por el famoso psicólogo Tertelich como individuo cochinilla: desconfiado y hecho bolita al menor contacto. Al saber que, aún siendo puntual, llegaré tarde a todos los sucesos de mi vida, mi ser de crustáceo isópodo terrestre ha buscado todo tipo de explicaciones y ha aceptado todas: el buddhismo dice que me apego a las cosas del cuerpo y del mundo de los hombres y por eso no disfruto el momento en el que llego a mi propia vida; el cristianismo, que todo se debe a mi falta de fe, esperanza y caridad; el new age, que quizá fui un caballo sin una muela en otra vida y llegar tarde es sólo un recuerdo de esa vida y la cienciología ha hecho mutis al respecto.

Sea cual sea la verdadera razón, lo cierto es que debo ver desde una nueva perspectiva: siempre llego a tiempo para estar tarde.

Christian Pichardo